En el pasaje de Apocalipsis 10, encontramos la poderosa imagen de un ángel que desciende del cielo, simbolizando la intervención divina en la historia humana. Este ángel, envuelto en una nube y con un arco iris en su cabeza, nos recuerda la promesa de Dios de nunca más destruir la tierra, tal como lo hizo en los días de Noé. Su rostro, que brilla como el sol, y sus piernas, que parecen columnas de fuego, reflejan la gloria y el poder de Dios, quien es el creador de todo lo que existe.
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El pequeño rollo: Este rollo abierto que el ángel sostiene en su mano representa la revelación de Dios y su plan para la humanidad. Al pedir a Juan que lo consuma, se nos invita a interiorizar el mensaje divino, que puede ser tanto dulce como amargo. La dulzura en la boca simboliza la esperanza y la promesa de la salvación, mientras que la amargura en las entrañas refleja las dificultades y pruebas que enfrentaremos al vivir y compartir el mensaje de Dios.
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El juramento del ángel: Al levantar su mano al cielo y jurar, el ángel enfatiza la urgencia del tiempo. "¡El tiempo ha terminado!" es un llamado a la conciencia sobre la inminente venida del reino de Dios y la necesidad de estar preparados. La referencia al séptimo ángel y su trompeta nos recuerda que el cumplimiento de los designios de Dios es inevitable y que su plan se desarrollará en su tiempo perfecto.
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La voz del cielo: La instrucción de no escribir lo que los siete truenos han declarado nos muestra que hay aspectos del plan divino que permanecen en el misterio. Esto nos invita a confiar en la soberanía de Dios y a aceptar que no todo será revelado a nuestra comprensión humana.
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La misión de Juan: Finalmente, la orden de volver a profetizar a muchas naciones, pueblos y reyes subraya la responsabilidad del creyente de ser un portador del mensaje de Dios. En un mundo lleno de incertidumbre y caos, somos llamados a ser testigos de la verdad divina, llevando esperanza y luz a aquellos que nos rodean.
En conclusión, este pasaje no solo nos presenta una visión apocalíptica, sino que también nos invita a reflexionar sobre nuestra propia relación con Dios y nuestra misión en el mundo. La dulzura y la amargura del mensaje divino son recordatorios de que, aunque el camino puede ser difícil, la fidelidad de Dios y su promesa de redención son eternas. Abracemos este llamado a la profecía con valentía y amor, confiando en que Dios está con nosotros en cada paso del camino.