Amós no era un profeta como los demás, no llevaba la ropa de un sacerdote ni hablaba con la autoridad de alguien formado en los círculos del templo. Era un pastor sencillo, alguien que conocía la tierra y las ovejas, alguien que veía el paso de las estaciones y sentía el viento del campo. Cuando Dios lo llamó, Amós no estaba en un lugar especial, estaba cuidando de su rebaño. Y eso nos recuerda que Dios llama a las personas en los momentos más cotidianos, en lo ordinario, porque no necesitas un título para ser parte de sus planes.
En un tiempo de riqueza material en Israel, bajo el reinado de Jeroboam II, las ciudades parecían florecer, pero Amós vio algo más allá de los mercados bulliciosos y las riquezas acumuladas. Vio la injusticia. Vio cómo los poderosos pisoteaban a los más débiles, y cómo la prosperidad de unos pocos era el sufrimiento de muchos. Su mensaje era claro: la justicia y la misericordia son más importantes para Dios que cualquier sacrificio o ritual. De nada sirve acudir al templo si fuera de él no se practica la bondad.
Amós no solo habló a Israel, sino que también extendió su mirada hacia las naciones vecinas. Su visión del juicio de Dios era implacable, un juicio que no hacía distinción de fronteras. Era un llamado a la conciencia, no solo para los grandes líderes, sino para todos.
Cuando Amós habló del “día del Señor”, no lo presentó como una fiesta, sino como un día de oscuridad para aquellos que vivían de la opresión. Era un día de rendir cuentas, de hacer visible todo lo que había sido escondido. Y su advertencia sigue resonando hoy: Dios no se complace en los rituales vacíos, sino en corazones que buscan la justicia como un río que nunca deja de fluir.
Amós, siendo un extraño en tierra ajena, llevó su mensaje sin temor. Aunque fue rechazado y desestimado, su voz sigue viva en las Escrituras, recordándonos que Dios no ignora el dolor del oprimido ni se hace de la vista gorda ante la injusticia. El mensaje de Amós es tan relevante hoy como lo fue entonces: debemos ser una gente de justicia, de compasión y de integridad. Porque el verdadero culto a Dios no está en los altares, sino en cómo tratamos a nuestros hermanos y hermanas.