El capítulo 11 de Levítico presenta una ley fundamental para el pueblo de Israel, donde se establece una clara distinción entre animales puros e impuros. Esta legislación no es meramente un conjunto de normas dietéticas, sino que tiene profundas implicaciones teológicas y sociales. En un contexto donde los israelitas buscaban identidad y separación de las naciones circundantes, estas leyes les ofrecían un sentido de santidad y consagración a Dios.
La división de los animales en categorías —terrestres, acuáticos, volátiles y reptiles— refleja un orden divino en la creación. Cada grupo tiene características específicas que determinan su pureza. Por ejemplo, los animales que son rumiantes y que tienen la pezuña partida son considerados puros, mientras que aquellos que no cumplen con estas características son clasificados como impuros. Este sistema no solo busca regular la dieta, sino también promover la salud y la higiene dentro de la comunidad israelita.
Además, la advertencia sobre la contaminación ritual que provoca el contacto con los cadáveres de los animales impuros subraya la importancia de la pureza en la vida del pueblo. La repetición de la necesidad de purificación después de tocar un cadáver muestra que la santidad no es solo un estado espiritual, sino que también tiene consecuencias prácticas en la vida diaria. Este llamado a la pureza es un recordatorio constante de que el pueblo de Dios está llamado a vivir de manera diferente, reflejando su naturaleza santa.
En el versículo 44, Dios se presenta como el Señor su Dios, enfatizando que la santidad es un atributo fundamental de Su carácter. La exhortación a mantenerse santos porque Él es santo, establece un estándar moral que trasciende las normas culturales y sociales de la época. Este llamado a la santidad es un tema recurrente en la Escritura, que invita a los creyentes a vivir en integridad y obediencia a la voluntad divina.
En el contexto del Nuevo Testamento, encontramos que Jesús redefine estas categorías de pureza e impureza. En Hechos 10, se nos enseña que no hay animales impuros, pues Dios ha declarado todo lo creado como bueno. Esta transformación en la comprensión de la pureza nos invita a ver más allá de las normas externas y a enfocarnos en la condición del corazón. La verdadera santidad se manifiesta en el amor, la compasión y la justicia, valores que Jesús encarnó y enseñó a sus seguidores.
En resumen, la ley sobre los animales puros e impuros en Levítico no es solo un conjunto de reglas, sino una invitación a la santidad y a la identidad del pueblo de Dios. Nos recuerda que, como creyentes, estamos llamados a vivir en un modo que refleje la naturaleza de nuestro Creador, buscando siempre la pureza en nuestras acciones y pensamientos, y recordando que nuestra verdadera identidad se encuentra en nuestra relación con Él.