En el contexto del profeta Zacarías, encontramos un mensaje poderoso que resuena a través de los siglos. El pueblo de Betel, en su búsqueda de favor divino, pregunta si deben continuar con sus prácticas de ayuno. Sin embargo, la respuesta del Señor es reveladora: ¿realmente ayunaban por mí? (Zacarías 7:5). Este cuestionamiento nos invita a reflexionar sobre la intención detrás de nuestras acciones espirituales.
El ayuno, en la tradición judía, era un acto de humildad y arrepentimiento, pero aquí se nos muestra que puede convertirse en una rutina vacía si no está acompañado de un corazón sincero. Dios no busca rituales sin significado; Él anhela una relación auténtica con su pueblo. La pregunta que se nos plantea es: ¿nuestros actos de devoción son verdaderamente para glorificar a Dios o son simplemente para satisfacer nuestras propias necesidades?
A medida que Zacarías continúa, el Señor nos llama a juzgar con verdadera justicia y a mostrar amor y compasión (Zacarías 7:9). Este llamado a la justicia social es fundamental en la vida del creyente. No podemos separar nuestra vida espiritual de nuestras responsabilidades hacia los demás. El cuidado de los vulnerables —las viudas, los huérfanos, los extranjeros y los pobres— es un reflejo del corazón de Dios. La verdadera religiosidad se manifiesta en nuestras acciones hacia los que nos rodean.
Sin embargo, el pueblo se negó a escuchar. Endurecieron su corazón y se taparon los oídos (Zacarías 7:11-12). Esta actitud de desobediencia trae como consecuencia el cautiverio y la desolación. La historia nos enseña que cuando ignoramos la voz de Dios, nos alejamos de Su propósito y caemos en la desesperanza. La ira de Dios no es un capricho, sino una respuesta a nuestra rebelión y falta de atención a Su llamado.
En este sentido, el mensaje de Zacarías es una invitación a examinar nuestras motivaciones y a alinear nuestras prácticas espirituales con el corazón de Dios. No se trata solo de cumplir con rituales, sino de vivir una fe que se expresa en acciones concretas de amor y justicia. Al hacerlo, no solo honramos a Dios, sino que también transformamos nuestras comunidades y nos acercamos más a Su propósito divino.