En el pasaje de 1 Juan 3:1-24, se nos revela una profunda verdad sobre nuestra identidad como . Este texto, escrito en un contexto de creciente persecución y confusión en las comunidades cristianas, nos invita a reflexionar sobre el que el Padre nos ha otorgado al llamarnos sus hijos. La afirmación de que “¡Y lo somos!” es un recordatorio poderoso de nuestra en Cristo, que nos distingue del mundo que no lo conoce.
La esperanza de ser en su venida (versículo 2) nos impulsa a vivir en pureza y justicia. Este llamado a la personal no es solo un mandato moral, sino una respuesta a la que tenemos en Él. La transformación que experimentamos al ser hijos de Dios debe reflejarse en nuestras acciones y decisiones diarias.
La carta también nos advierte sobre la y su naturaleza destructiva. El pecado es presentado como una transgresión de la ley divina (versículo 4), y se nos recuerda que Jesucristo vino para (versículo 5). Esta verdad nos llama a permanecer en Él, a conocerlo verdaderamente, y a vivir en la justicia que Él representa (versículo 6).
La distinción entre los y los (versículo 10) es clara y contundente. La práctica de la justicia y el amor hacia nuestros hermanos son evidencias de nuestra filiación divina. Al amar a nuestros hermanos, pasamos de la muerte a la vida (versículo 14), y este amor se manifiesta no solo en palabras, sino en acciones concretas (versículo 18).
En este contexto, el llamado a es un desafío a vivir auténticamente nuestra fe. La verdadera expresión del amor cristiano se traduce en que reflejan la compasión y la justicia de Dios. La pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo se manifiesta el amor de Dios en nuestras vidas y en nuestra comunidad?
Finalmente, el pasaje concluye con una exhortación a la y a la confianza en Dios (versículos 21-22). La obediencia a sus mandamientos es la clave para permanecer en comunión con Él y recibir lo que le pedimos. Este llamado a la fidelidad es esencial, especialmente en tiempos de prueba y dificultad, donde la fe se pone a prueba y se manifiesta en nuestra vida diaria.
En resumen, este pasaje no solo nos recuerda nuestra identidad como hijos de Dios, sino que también nos desafía a vivir de manera que refleje esa identidad. Nos invita a ser agentes de amor y justicia en un mundo que necesita desesperadamente la luz de Cristo. Al abrazar nuestra filiación divina, somos llamados a vivir en la esperanza y a actuar en amor, siendo testigos de la verdad que hemos recibido.