La humanidad, desde tiempos inmemoriales, ha cargado con el peso ineludible de su propia finitud, como una sombra perpetua que acecha cada paso dado bajo el sol. El Poema de Gilgamesh, una de las obras literarias más antiguas de la civilización, nos presenta a un rey poderoso que, enfrentado a la cruda realidad de la muerte, emprende una odisea en busca de la inmortalidad. Contrasta esto con las enseñanzas bíblicas, donde la mortalidad no es solo un final inevitable, sino el comienzo de una esperanza trascendental. Es en este cruce de caminos donde se revela la esencia de la búsqueda humana de propósito: ¿es la conciencia de nuestra mortalidad el impulso que nos lleva a encontrar significado en la vida, o es simplemente un recordatorio sarcástico de la fragilidad de nuestra existencia?

Gilgamesh, en su arrogancia regia, creyó poder doblegar incluso a la muerte. La pérdida de su amigo Enkidu no solo le enfrentó al dolor, sino que le despojó de la ilusión de invencibilidad que hasta entonces había llevado como estandarte. Su travesía en pos de la vida eterna resulta en una serie de fracasos que, irónicamente, le enseñan más sobre la vida que cualquier victoria pasada. Quizá sea una burla del destino que solo al aceptar su mortalidad, Gilgamesh encuentra un atisbo de sabiduría. Como señaló el filósofo griego Sócrates, “una vida sin examen no merece ser vivida”, y es en ese examen donde reside el verdadero valor.

Por otro lado, las enseñanzas bíblicas abordan la mortalidad desde una perspectiva que trasciende lo terrenal. La muerte no es el fin, sino una transición hacia una vida eterna prometida a través de la fe. Mientras Gilgamesh busca escapar de la muerte mediante hazañas y esfuerzos propios, la Biblia propone que es mediante la relación con lo divino que se obtiene la verdadera inmortalidad. Aquí, la búsqueda de propósito no se centra en esquivar lo inevitable, sino en vivir conforme a un propósito superior. San Agustín escribió: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, subrayando la idea de que el verdadero significado se encuentra más allá de uno mismo.

La condición humana, en su esencia, parece estar atrapada entre el miedo a la muerte y el anhelo de trascendencia. Civilizaciones enteras han construido monumentos, escrito epopeyas y erigido imperios en un intento de dejar una huella imborrable en el lienzo del tiempo. Sin embargo, ¿no es acaso una ironía que, a pesar de tales esfuerzos titánicos, el polvo del olvido finalmente cubra incluso las obras más grandiosas? Tolstói, en su obra La muerte de Iván Ilich, retrata esta angustia existencial al mostrar a un hombre que, al enfrentarse a su propio fin, cuestiona el sentido de toda su vida. Parece que la conciencia de la mortalidad no solo es una fuente de miedo, sino también un poderoso motor para buscar un propósito que otorgue sentido a nuestra efímera existencia.

En última instancia, la comparación entre Gilgamesh y las enseñanzas bíblicas revela dos caminos divergentes ante la misma encrucijada. Uno busca desafiar a la muerte mediante la conquista y la hazaña personal; el otro, encontrar en la entrega y la fe una respuesta a la finitud humana. Quizá la lección más valiosa radique en reconocer que la búsqueda de propósito es inherente a la experiencia humana, y que, como afirmó Viktor Frankl, “la vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por la falta de significado y propósito”.

En un mundo donde la modernidad nos ha vendido la ilusión de control y permanencia, recordar las antiguas reflexiones sobre la mortalidad puede ser un ejercicio de humildad necesario. No se trata de hallar una fórmula mágica para vencer a la muerte, sino de comprender que es precisamente su inevitabilidad lo que puede infundir valor y significado a cada momento vivido. Tal vez, en lugar de construir monumentos a nuestra propia gloria, deberíamos enfocarnos en las huellas intangibles que dejamos en las vidas de otros, en los actos de bondad y en la búsqueda de una existencia con propósito.

Así pues, la invitación es clara: enfrentar la sombra de la mortalidad no con desesperación, sino con la determinación de encontrar en ella un catalizador para vivir plenamente. Al fin y al cabo, si un antiguo rey pudo aprender que la verdadera inmortalidad reside no en la perpetuación de uno mismo, sino en el legado que se deja, quizás nosotros, humildes mortales del siglo XXI, podamos también descubrir que el propósito de la vida no es escapar de la muerte, sino otorgar significado a cada latido que nos es concedido.