Desde que la humanidad comenzó a erigir templos en honor a deidades desconocidas y a medir la sombra proyectada por el sol sobre el suelo, el tiempo ha sido una construcción cargada de significados que trascienden la mera sucesión de instantes. Si bien en la antigüedad el tiempo respondía a una cosmovisión teológica, donde cada segundo formaba parte de un plan divino, en la actualidad nos encontramos bajo el dominio tiránico de las máquinas, cuya medición temporal ha relegado a lo sublime en favor de lo técnico. Este ensayo pretende explorar esa transición —¿degradación, quizás?— desde el control espiritual del tiempo en el cristianismo hacia la fría dominación temporal impuesta por el cálculo binario de los relojes digitales, especialmente desde la introducción del tiempo EPOC en 1970. En un ejercicio que bien podría ser calificado de irónico, la humanidad, en su intento de dominar el tiempo, ha caído víctima de su propia creación: las máquinas que lo controlan.

la tiranía de las máquinas

En los albores de la civilización occidental, los primeros intentos de estructurar el tiempo se entrelazaban profundamente con el ámbito de lo sacro. Los calendarios, lejos de ser simples herramientas organizativas, eran la manifestación visible de una verdad espiritual superior. Al proclamar el “Anno Domini”, el hombre no hacía más que situarse humildemente dentro de la historia divina, una línea temporal que comenzaba con la creación del mundo y cuyo fin se proyectaba hacia la promesa redentora de la Segunda Venida de Cristo. En este contexto, el tiempo no pertenecía a los mortales, sino a Dios, quien lo dosificaba según su voluntad inefable. Para San Agustín, el tiempo era el gran misterio del alma, y en su célebre “Confesiones” (libro XI), reflexionaba sobre su naturaleza de manera casi angustiosa, consciente de que la verdadera comprensión del tiempo solo podía ser alcanzada a través de la fe.

Durante siglos, el calendario cristiano dominó las vidas de millones de fieles, marcando los ritmos de la vida cotidiana con un sentido de propósito que trascendía lo mundano. El tiempo litúrgico —aquella sucesión cíclica de fiestas y solemnidades— servía no solo para rememorar los grandes hitos de la historia de la salvación, sino también para subordinar la existencia humana a un designio eterno. De esta manera, la estructura temporal estaba cargada de significado, reflejando la creencia en un orden cósmico inmutable donde cada año, cada día e incluso cada hora respondía a un propósito trascendente.

Sin embargo, en su búsqueda de dominio sobre lo natural, la humanidad, siempre inquieta, comenzó a despojar al tiempo de sus revestimientos espirituales, para acabar, en un giro irónico, por someterse a la maquinaria que ella misma había creado.

El tiempo pasa

EPOC y el Tiempo de las Máquinas: La Nueva Deidad del Milisegundo

Llegamos entonces al año 1970, un año anodino en el sentido teológico, pero que marca el inicio de una nueva era temporal, la era EPOC. En esta nueva visión del tiempo, las máquinas, esas criaturas que Descartes bien habría podido llamar “autómatas programables”, decidieron que el 1 de enero de 1970 sería el momento cero. ¿Acaso las máquinas eligieron esa fecha para honrar algún evento histórico trascendental? No, claro está. La elección fue totalmente arbitraria, un recordatorio tácito de que en el tiempo digital no hay cabida para lo simbólico, lo sacro o lo metafísico. Desde ese instante, los sistemas informáticos comenzaron a contar los segundos de manera imperturbable, ignorando por completo los equinoccios, las fiestas religiosas o las complejidades del alma humana.

Es tentador comparar este nuevo orden con la obra de Albert Camus, quien en “El mito de Sísifo” nos recuerda la inutilidad de los esfuerzos humanos en su búsqueda de sentido. Al igual que Sísifo, condenado a empujar una roca sin fin, la humanidad moderna se encuentra atrapada en un ciclo sin propósito, donde el tiempo se mide no por su valor existencial, sino por la eficiencia de los procesos informáticos y la optimización de algoritmos. Mientras que el calendario cristiano ordenaba el tiempo en función de una narrativa cósmica, el tiempo EPOC lo reduce a simples tics de un reloj digital, cada segundo idéntico al anterior, sin ninguna promesa de redención ni esperanza de un futuro glorioso.

La Ironía del Progreso: Esclavos de la Máquina

El impacto de esta transición va más allá de lo técnico. Como advertía Lewis Mumford en su obra “Técnica y civilización”, el hombre moderno se ha transformado en esclavo de sus propias invenciones. Al delegar en las máquinas el control del tiempo, hemos permitido que lo que una vez era una categoría espiritual se convierta en una herramienta impersonal y utilitaria. El tiempo, en lugar de ser una narrativa cargada de significado, ha pasado a ser un simple recurso técnico, medido con precisión obsesiva por relojes atómicos, cuya exactitud —nos dicen los científicos— solo se desvía un segundo cada millones de años. Qué consuelo tan vacío, si ese segundo perfecto carece de cualquier significado existencial.

Y aquí encontramos una ironía sutil: en nuestra búsqueda por controlar el tiempo y subordinarlo a nuestras necesidades tecnológicas, hemos perdido la capacidad de vivirlo de manera auténtica. El tiempo digital no tiene fines espirituales ni narrativos; no marca hitos en la historia de la salvación ni nos recuerda que el destino final del ser humano es la eternidad. El tiempo EPOC solo se preocupa por el buen funcionamiento de las redes globales, los sistemas GPS y las transacciones bursátiles. Mientras que el cristianismo ofrecía una promesa de redención más allá del tiempo, el tiempo UNIX nos promete solo la eficiencia de las máquinas.

¿Una Redención Temporal?

La pregunta que nos queda, entonces, es si alguna vez podremos volver a otorgarle al tiempo su carácter profundo y humano, o si estamos condenados a vivir en un mundo donde las máquinas deciden cuándo y cómo se nos permite vivir. Mientras los relojes atómicos siguen contando con una precisión milimétrica y los sistemas informáticos nos sincronizan al milisegundo, la humanidad parece haber perdido algo esencial: la conexión con el tiempo como narrativa espiritual.

Quizás, en un futuro, surja una nueva forma de comprender el tiempo, una que combine la precisión técnica con la profundidad existencial. O, quizás, la era de las máquinas nos empuje cada vez más lejos de la capacidad de experimentar el tiempo de manera auténtica. Sea cual sea el destino, lo que está claro es que el dominio de las máquinas sobre el tiempo es una realidad ineludible que, al igual que en las peores distopías imaginadas por autores como Orwell o Huxley, nos convierte en meros observadores pasivos de un mecanismo cuyo fin parece ser, en última instancia, el control total sobre nuestras vidas.

El cambio del dominio espiritual del tiempo cristiano al control técnico de las máquinas ha supuesto una transformación profunda en la manera en que la humanidad experimenta el tiempo. Lo que antes era una narrativa cargada de significado cósmico se ha convertido en un recurso técnico gestionado por máquinas insensibles. Este ensayo ha intentado destacar las implicaciones de esta transición, revelando la ironía de una humanidad que, en su búsqueda por controlar el tiempo, ha terminado por entregárselo a las máquinas, perdiendo de vista aquello que una vez le otorgaba sentido a su existencia: la promesa de lo eterno.